No llamaba la atención esa persona que, a altas horas de la noche, caminaba con un hábito de monje, capucha incluida. Salía del Fuerte, sede del gobierno y se dirigía su casa, muy cerca de la esquina de la actual Florida y Diagonal Norte. En realidad no era un religioso, sino el secretario de la Primera junta, Mariano Moreno que tomaba sus precauciones, ya que gracias a su gestión se estaba ganando enemigos. Sus manos en los bolsillos ocultaban dos pistolas amartilladas, listas para dispararlas.
Había nacido en Buenos Aires el 23 de septiembre de 1778. Su padre se llamaba Manuel Moreno y Argumosa, y había llegado al Río de la Plata procedente de Santander en 1776. Acá conocería a la porteña Ana María Valle, con quien tendría 14 hijos. Mariano sería el mayor.
Después de estudiar en la Escuela del Rey, apenas pudo entrar al Colegio de San Carlos como oyente, ya que el padre no disponía de los fondos suficientes para anotarlo como pupilo. Sin embargo, uno de sus profesores, Fray Cayetano Rodríguez suplió esa carencia otorgándole libre acceso a la biblioteca del convento de los franciscanos, un verdadero paraíso para el joven Mariano, que pasaba horas allí.
La mano providencial de Cayetano Rodríguez volvería a aparecer cuando se consiguieron los mil pesos para que el flacucho y enfermizo Mariano, con el rostro picado de viruelas que había contraído a los 8 años, pudiese continuar sus estudios en Chuquisaca. En esta oportunidad fue el cura Felipe Iriarte quien aportó lo necesario para los gastos del viaje y lo recomendó al religioso Matías Terrazas.
La ilusión del padre era que volviese ordenado sacerdote, aunque los sorprendería en varios aspectos. Estudió el doctorado en Teología y luego hizo lo propio con el Derecho.
En una oportunidad que caminaba por Chuquisaca, le llamó la atención la belleza de una señorita cuyo retrato comprimido en un camafeo se exhibía en el escaparate de una joyería. Quiso averigüar de quién se trataba. Guadalupe Cuenca, de 13 años, había perdido a su padre y los planes de su estricta madre era recluirla en un convento y que fuera monja.
Sin comentárselo a su familia, Mariano contrajo matrimonio con Lupe y, en esa ciudad, nacería su único hijo, en 1805, también llamado como él. Ese mismo año regresó a Buenos Aires, hecho abogado y con una familia formada.
Ejerció el derecho en la ciudad y el Cabildo lo empleó como asesor. Si bien cumplió un papel secundario, había adherido a la malograda rebelión de Martín de Alzaga contra el virrey Santiago de Liniers el 1 de enero de 1809. De todas maneras los historiadores no se explican por qué no fue desterrado como el resto de los conspiradores. Liniers no lo molestó, sino que además le permitió ser el abogado defensor del propio Alzaga.
Durante la gestión del siguiente virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, fue cuando escribió la Representación de los Hacendados, en la que aboga por la libertad de comercio y defienda al productor rural.
El tapado de Mayo
1810 lo encontró como Relator en la Real Audiencia. En el Cabildo Abierto del 22 votó pero no habló. Y según una carta que habría firmado José Darragueira, y que diera a conocerVicente Fidel López, se cuenta que en la noche del 22 de mayo Moreno se paseaba nerviosamente en la galería del Cabildo. Estaba realmente preocupado:
–Amigo, estamos perdidos; si es cierto lo que me dicen, pronto vamos a la horca, porque el poder se afirma en manos de los europeos, y lo primero que van a hacer es exterminarnos: hemos errado el golpe, querido D… Debíamos haber dado los primeros:destituir a Cisneros y tomar el gobierno, porque el que da primero da dos veces…¡pero ustedes no me han querido creer, y aquí nos tiene usted perdidos!
Moreno tenía la información que los españoles habían convencido a Saavedra de que Cisneros fuera el jefe de la nueva junta, con dos españoles y Castelli y el propio Saavedra en representación de los criollos. Cuando su interlocutor le explicó que eso no iría a pasar, Moreno le advirtió:
-Yo le juro a usted, que si esto no se ataja, no quiero saber de nada, no he de salir ya de mi casa para nada. No cuenten conmigo.
¿Causó sorpresa su nombramiento como secretario de la Junta, el 24 de mayo por la noche? ¿Es verdad que él no lo esperaba? Se enteraría horas después que ya había sido designado secretario. Tal vez lo habían incluido por la buena relación que mantenía con el Cabildo, ya que era el abogado de muchos de sus miembros. Entre los que sugirieron su nombre figuran Feliciano Chiclana y Eustoquio Díaz Vélez, entre otros.
Moreno recibió con recelo el nuevo puesto y se tomó el tiempo para estudiar la validez legal del nombramiento. Otros miembros habrían hecho lo mismo.
Fueron, en total, 206 días de vida pública, que los vivió a alta velocidad. Concentró las secretarías de Gobierno, Guerra y Relaciones Exteriores y lo que llevó adelante fue propio del que sabe que está todo por hacerse. «La Junta se ve reducida a la triste necesidad de criarlo todo…», decía. No podría saber que nueve meses y ocho días después su cuerpo sería arrojado al mar.
La Gazeta
El 2 de junio se firmó el decreto de la creación de un «periódico semanal con el título de gazeta de Buenos-Aires, que anuncie al público las noticias exteriores e interiores que deban mirarse con algún interés. En el se manifestarán igualmente las discusiones oficiales de la junta con los demás jefes y gobiernos, el estado de la Real Hacienda…».
Se necesitaba un órgano dé difusión, no solo para informar, sino además para difundir ideas. Era la voz del gobierno. No fue el primer periódico de la ciudad. En 1801 se había editado el Telégrafo Mercantil de Francisco Cabello y Mesa; en 1802 saldría el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, de Hipólito Vieytes y a comienzos de 1810 Manuel Belgranosacaría el Correo de Comercio de Buenos Aires.
La Gazeta saldría los jueves y los sábados. El primer número vio la luz el 7 de junio. En su encabezado llevaba una frase de Tácito: «Rara felicidad la de los tiempos en que es posible sentir lo que se quiere y decir lo que se siente».
Ya que era bajo el número de alfabetos, a pedido de la Junta los curas solían leerla al finalizar la misa, mientras que unos 200 ejemplares se enviaban al interior.
Comenzó a imprimirse en la imprenta de los Niños Expósitos y aunque debió ejercer su dirección el presbítero Manuel Alberti, nunca pudo ocuparse; sobre Moreno recayó la responsabilidad de la dirección y del contenido editorial, cuyo pensamiento político está comprimido en las páginas editadas en esos meses de 1810.
Posteriormente, escribieron Gregorio Funes, Vicente Pazos Silva, Bernardo de Monteagudo, Nicolás Herrera y Julián Álvarez, entre otros.
Se editarían 541 números y 240 extraordinarios. Al ser una publicación gubernamental, su contenido es un fiel reflejo de los vaivenes políticos. Dejó de salir el 12 de septiembre de 1821.
Academia y biblioteca
Moreno creó una academia de instrucción militar y de matemáticas para oficiales, que comenzó a funcionar el 1 de septiembre de ese año. Escribió en el decreto fundacional que«…el Oficial de nuestro ejército después de asombrar al enemigo por su valor, debe ganar a los pueblos por el irresistible atractivo de su instrucción…».
Dos semanas más tarde anunciaba la creación de la primera biblioteca pública que tendría la ciudad de Buenos Aires. Asimismo, se ocupó de los puertos de Ensenada y de Patagones y hasta estableció una fábrica de armas, porque sabía que vendrían tiempos duros.
Prologó El Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau. Si bien advirtió que había omitido editar algunos capítulos que contenían «opiniones exaltadas del autor», remarcaba que «si los pueblos no se ilustran sino se vulgarizan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que vale, lo que puede, y lo que se le debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas».
No le tembló el pulso cuando firmó la sentencia de muerte del héroe de la Reconquista, Santiago de Liniers, quien desde Córdoba intentó resistir el ímpetu revolucionario. Seguro que el francés recordaba que le había echado una mano a Moreno un año y medio antes en el motín de Alzaga. Tampoco el Secretario dudó cuando Francisco Ortiz de Ocampo, que había apresado al ex virrey y no se animaba a fusilarlo, encomendó a González Balcarce y a French a cumplir con la orden.
Ni ebrio ni dormido
Había razones para festejar. El Ejército Auxiliar había obtenido el 7 de noviembre su primer triunfo sobre los españoles en Suipacha. La noche del 5 de diciembre, en el cuartel del Regimiento de Patricios hubo un gran agasajo, en el que el invitado principal fue Cornelio Saavedra y su esposa, Saturnina Otárola.
En un momento Atanasio Duarte, un capitán de Húsares, que había nacido en Montevideo, -un poco pasado en la bebida- propuso un brindis, tomó una corona hecha con dulces y, colocándosela en la cabeza de la esposa de Saavedra, exclamó «¡Viva el emperador de América!».
Moreno, que además no pudo entrar al cuartel porque el centinela no se lo permitió, posiblemente por no reconocerlo, redactó el famoso decreto de supresión de honores, en el que prohibía todo brindis o aclamación pública en favor de los miembros de la Junta; «ellos no aprecian bocas, que han sido profanadas con elogios de los tiranos», aclarando que solo se podía brindar por la patria, por la gloria de las armas, y que toda persona que brindase por alguien de la junta, sería desterrado por seis años.
Si bien Moreno dejó asentado que al infeliz de Atanasio Duarte le correspondía el cadalso, «al atacar la probidad del Presidente y los derechos de la patria», se le perdonó la vida pero se lo desterró a perpetuidad, «por que un habitante de Buenos Aires ni ebrio ni dormido debe tener impresiones contra la libertad de su país».
El Secretario de la Junta no veía bien que Saavedra siguiese gozando de ciertos privilegios propios de los virreyes, como la de alojarse en el Fuerte, usar el carruaje oficial y que hasta su esposa se moviera por la ciudad acompañada por una escolta. No debía pasarle por alto que el presidente de la Junta cobraba 8 mil pesos anuales, mientras que el resto de los miembros del gobierno, 3 mil.
De todas maneras, desaparecido Moreno, Duarte volvería como si nada a la ciudad.
La Constitución como objetivo
Cuando la opinión general era la de adoptar una forma monárquica de gobierno, Moreno se inclinaba por una república. Entre el 1 de noviembre y el 6 de diciembre publicó en La Gazeta de Buenos Aires una serie de artículos («Sobre las miras del Congreso que acaba de convocarse y Constitución de Estado») en el que abogaba por una pronta reunión de una constituyente que dictase una constitución y estableciese una forma de gobierno. Sostenía que la independencia no era suficiente, sino que una constitución debía garantizar la seguridad de las personas, tanto sus derechos como sus obligaciones. Era un entusiasta del sistema inglés de gobierno, en el equilibrio de los poderes en una república moderada.
Para ello eran los diputados que estaban llegando del interior del país. Sin embargo el saavedrismo, más cauteloso y a la espera de los acontecimientos europeos, se inclinaba por incorporar a dichos diputados a un gobierno.
Vanos fueron los intentos de Moreno de defender su postura en la sesión del 18 de diciembre. Estaba en minoría, ya que quienes habrían podido haberlo apoyado, comoManuel Belgrano y su primo Juan José Castelli, estaban en bailes muy distintos, al frente de sendas expediciones militares.
Debió renunciar. Le solicitó a Saavedra la misión diplomática a Gran Bretaña a la que iban a enviar a Hipólito Vieytes. El presidente se la otorgó antes de que terminase de hablar. Partió acompañado por su hermano Manuel y por Tomás Guido.
Se le escuchó decir a uno de sus enemigos «ya está embarcado, va a morir». Él le confesaría a su hermano: «No sé qué cosa funesta se me anuncia en mi viaje».
«El malvado Robespierre», como lo llamó Saavedra en carta a Chiclana, moriría en alta mar el 4 de marzo de 1811 luego de una agonía de tres días, aparentemente producida por un extraño medicamento que le dio el capitán del barco. Tenía 31 años, seis meses y un día de edad.
Cuando su buque había dejado el puerto de Buenos Aires, el Cabildo dispuso devolver los ejemplares de El Contrato Social que había comprado por indicación de Moreno. «No era de utilidad a la juventud…», se excusó el cuerpo.
En la docena de cartas que su esposa le escribió, ignorando su trágico destino, lo ponía al tanto de las cuestiones políticas: «No he ido a ninguna función desde que saliste. Las muchachas quisieron llevarme pero yo no he querido ir porque no tengo el corazón para eso ni puedo sufrir la presencia de los autores de nuestra separación y enemigos mortales nuestros».
«Quisiera escribirte cada día, con ésta van siete cartas y una esquela, y yo hasta ahora no he recibido ninguna tuya…».
Nunca recibiría ninguna de esas cartas. Porque Moreno se había ido con la misma prisa con la que había vivido esos 206 días, que no le alcanzaron para demostrar que la historia bien pudo haber sido otra.