Cultura de la palabra: en vías de extinción

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Por Juan David Waslet. Profesor en Comunicación Social – Facultad de Periodismo y Comunicación Social – UNLP. Profesor del Instituto de Formación Docente y Técnica Nº 165, Lobería, Buenos Aires.

A pesar de vivir en la era de la comunicación y la información, nos encontramos -paradójicamente- con la muerte de la cultura de la palabra. Entre la corrección política, que nos obliga a decir solamente lo que queda bien que sea dicho; y la sobreideologización de la vida, que diferencia hechos en función de quienes los realizan, y no de su realidad efectiva; la palabra quedó desnuda, desvalorizada, perdida entre conversaciones digitales y pantallas absolutas.

Cada actor de cada espacio, cada integrante de cada colectivo que forma parte de nuestra Comunidad, debería empezar a sentir sobre sus hombros, cada día más, un mayor grado de responsabilidad. Responsabilidad para con su colectivo, y para lo que ese colectivo tiene por hacer y decir dentro de todo eso que tenemos en común. Explicar lo que se piensa con claridad, dirección, fuerza. Sin rodeos ni falsedades. Sin simulacros. Para saber dónde estamos, para saber qué queremos, para saber cómo alcanzamos eso que deseamos. Si no, todo se convierte en una obra de teatro, en la que cada cual cumple con su pequeño papel, para huir a ver su exposición en alguna pantalla, antes de que se baje el telón.

En ese marco, el plano educativo nos invita a hacernos algunas preguntas. Si asistimos a la muerte de la cultura de la palabra, ¿qué pasa dentro de nuestra educación formal? ¿Qué pasa con lo educativo en el resto de los espacios, en los que se conforman los principios y los valores que servirán de estructura central para la vida presente y futura? ¿Qué pasa en cualquiera de nuestras aulas, cuando tenemos que usar esa palabra para explicar conceptos, intercambiar miradas, presentar información específica, o simplemente leer un texto en voz alta?
La lectura y la escritura son procesos -en conjunto, pero cada uno con su especificidad- de notable complejidad. La práctica de cada uno de ellos, desde los primeros años de vida, hasta el día a día de un adulto, demanda un esfuerzo capaz de transformar simples amontonamientos de letras y palabras en significados. Son los significados con los que andamos por la vida, los conceptos con los que establecemos acuerdos, planteamos desacuerdos, marcamos y resolvemos problemas. Si no tenemos esos procesos incorporados, si no contribuimos a que sean incorporados como una práctica clave, tanto para la apropiación de contenidos como en sí misma -por la complejidad mencionada- no hay palabras.
Estudiar de resúmenes, leer síntesis de películas para “saber de qué se trata”, saltear párrafos y capítulos al suponer que el corazón de un texto habla “con palabras muy complicadas”, buscar explicaciones breves para evitar lecturas supuestamente tediosas y demasiado extensas, reemplazar el proceso de lectura por la observación de una pieza audiovisual hallada en internet, subestimar la acción de la escritura, reemplazar la producción de textos con presentaciones a través de alguna plataforma de internet, suplantar escritos por realización de cuadros que “resumen conceptualmente”. Son prácticas que se repiten, son prácticas fácilmente verificables, de las que pueden verse las consecuencias al momento de la acción. Al momento de leer, al momento de escribir, al momento de nuestras palabras. Son prácticas que limitan al máximo los procesos de lectura y de escritura, esos que necesitamos. Eso es algo de lo que pasa en nuestra educación formal.
Al plantear estas simples ideas, encontré tiempo atrás, en una de las aulas de nuestra Comunidad -porque de esto también tenemos que hablar en nuestras aulas-, dentro de una respuesta, la palabra “culpa”. Seleccionemos, mejor, porque duele menos y porque explica más, el concepto de “responsabilidad”. El hecho educativo está compuesto por diferentes y diversas partes, que no viene al caso especificar. Cada una de ellas cumple con un grado mayor o menor de responsabilidad para que ese hecho educativo alcance el mayor aprendizaje y la mayor enseñanza posibles. Abandonemos la corrección política que nos pone a disposición un universo conceptual acotado, mezquino, divorciado de la realidad; critiquemos y pongamos en discusión el proceso de sobreideologización que atravesamos, para describir los acontecimientos con mayor fidelidad; recuperemos las prácticas tradicionales de lectura y escritura, que rápidamente se hacen palabras, que rápidamente se hacen ideas, las ideas que vienen a expresar todo aquello que aún permanece quieto, en silencio; retomemos el disenso como práctica, maravillosa por cierto, para mejorar lo que tenemos.
¿Soluciones? Hay muchas, de todo tipo. ¿Problemas que aquí no son mencionados? Muchos, de todo tipo. Se trata de romper los muros, que muchas veces tienen formas de pantalla, que nos impiden la circulación de nuestras palabras. Una cultura que, para nuestro bien, tarde o temprano tendremos que recuperar.